cada dia, un escrito.

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martes, 14 de septiembre de 2010

¿Sueño o vigilia?


Después de comer en la pulpería, salí a caminar encima de la noche, los pies sobre la luna y el pelo rozando la tierra. Los árboles estaban mas oscuros que de costumbre porque los faroles de la zona, habían sido asesinados. En esa oscuridad se podía andar tranquilo, el único sendero se veía igual. No era un bosque y tampoco una selva, era una gran familia de árboles de varias generaciones, ellos eran los encargados de espesar los pensamientos de los caminantes nocturnos. Llegué al fin de la familia, donde las raíces se terminaban, un precipicio las separaba del asfalto que me esperaba. No había vacío, era un precipicio líquido, un bote sin marinero o capitán era la forma de cruzar. Subí y reme. En la orilla, unos perros lavaban su ropa, bajé del bote y me lleve el remo. Caminé solamente pisando las sendas peatonales, los semáforos levantaban las cejas dos veces cuando se podía cruzar, igualmente no había vehículos. La calle principal estaba desierta, abandonada como una causa perdida, solitaria como un viaje constante. Fui por otras calles hasta que elegí perderme en ellas. Esa elección provocó la repentina aparición de un hombre con máscara de arlequín, él conecto un velador a una manzana, lo encendió y lo dejó sobre el empedrado, su luz mostró que toda la gente se acumulaba en ese breve pasaje sin nombre. Vendedores, gitanos, obreros, oficinistas, estafadores, músicos, cocineros malabaristas y deambuladores. Parecía un carnaval secreto, una festividad pagana. Seguí caminando hasta cruzar un puente que se iba oxidando con cada paso. Me detuve en una esquina, en el otro extremo pude verla a ella. Despeinada y vestida de color crudo, amasaba en un pequeño puesto iluminado por frascos llenos de luciérnagas. Decidí averiguar que cocinaba, pero cuando comencé a acercarme, una jauría de autos rojos comenzó a chocar entre ellos lentamente, disfrutando del impacto. No hubo heridos por la simple razón de que no había pasajeros. Los autos, formaron una pared, un nuevo depósito de chatarra, abrí la puerta de uno de ellos y salí por el otro extremo. Ella, ya no estaba, solo quedaba una seductora niebla de puerto. Dejé que mi aliento se vea en el aire para ver si formaba algún dibujo, no pude imaginar ninguno. Rompí los frascos con el remo y las luciérnagas se metieron en mis bolsillos.


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